Friday, May 11, 2007

L. pasando calor


A L. le dolía la cabeza y tenía calor. Despertó con la incomodidad de las sábanas pegadas a su cuerpo sudado. Las apartó y durante un rato intentó dormirse de nuevo. No lo consiguió, el cubrecama seguía pegándose a la piel. Se levantó al fin para ir al lavabo y echarse agua en la cara. Como aquello la alivió ligeramente decidió ducharse. Uno minutos bajo el agua fría que ahuyentaron temporalmente la sensación de calor, pero no el dolor de cabeza. Pensó que necesitaba un café, pero la bebida caliente no la atraía. Y el café con hielo le daba asco.
Secándose con la toalla recuperó el calor, y su cuerpo comenzó a sudar de nuevo. Decidió salir de la casa e ir a buscar a M. ¿Por qué? No lo sabía, tan solo tenía la necesidad de encontrarse con él. Quizás tenía que ver con el calor.
Al salir a la calle su vista emblanqueció, sus ojos se cerraron y experimentó un dolor punzante en la frente. Se puso las gafas de sol y tardó unos segundos en acostumbrarse a la luz. En estos segundos percibió también el olor del calor, ese hedor espeso en el aire. Cuando comenzó a caminar el aire produjo sensación de frescor sobre su húmeda piel. Pensó en acercarse al trabajo de M. caminando, pues resultaba más agradable que usar el autobús que, aunque provisto de aire acondicionado, el calor humano que en él se concentra alimenta una atmósfera más asfixiante que el exterior bañado por el sol. En cualquier caso, tampoco tenía dinero o bono.
Caminó veinte minutos hasta que comenzó a dolerle más la cabeza. El sol azotaba violentamente su nuca. Se mareó.
Quedaba el metro. Subterráneo, con luz artificial, refrigerado en los vagones pero ardiente en el andén. No lo pensó mucho. Se coló en la estación más cercana y llegó al andén dónde la pantalla luminosa indicaba la llegada del próximo tren en cuatro minutos. L. deseó reventar esa pantalla de una pedrada. Un tipo gordo, que con tres botones de la camisa abiertos mostraba los pelos blancos empapados en sudor de su pecho, observó con descaro la silueta de L. dibujada en una camiseta y unos vaqueros cortos que, como sucediera con las sábanas, se le pegaban a la carne. De nuevo L. deseó lanzar una pedrada. [A pesar del sofoco, hubo un instante en que un escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir una gruesa gota deslizarse por su espalda.]
Llegó el tren y entró en el vagón por los empujones de los que venían detrás. Se agarró a la barra metálica, tibia y resbaladiza por las manos del centenar de personas que la habían usado hasta esa hora. Intentó encontrar algún punto frío, que nadie hubiera tocado aun, en los extremos más alto y más bajo del estrecho cilindro -era un chica de estatura normal. No hubo suerte. El tipo gordo, además, se sujetaba en la misma barra y balanceaba su cuerpo simulando que el motivo de ello era la inestabilidad del vagón en marcha, aunque, de ser así, sus movimientos eran demasiado exagerados. L. pronto observó como el gordo de ese modo se esforzaba con poca discreción a rozar su cadera con la de ella. L. soltó la barra.
-Eres un cerdo, gordo cabrón. –Dijo sin exclamar. Se alejó del hombre mientras este decía, exclamando:
-¡Pero qué dices niña!¿A qué viene eso?¡Tu a mi no me insultas!
Llegando al fondo del vagón una voz la llamó por su nombre. L. encontró sonriente a alguien que conocía, R. Un tipo cejijunto, muy listo, pero, precisamente por eso, demasiado arrogante.
-¿Qué tal L.? Tienes mala cara.-Dijo.
L. se sentó a su lado e intento sin éxito esbozar una sonrisa.
-Hace mucho calor.-Respondió ella.
-Ya. –Dijo él. Bastante animado, cosa que sorprendió levemente a L. sabiendo que R. era un tipo que muy a menudo solía estar enfadado con todo y con todos, observando el devenir del mundo como quién observa a su perro refregándose en el césped. Pero era un tipo listo y costaba reprochárselo. -Bueno, ya era hora que llegara el calor, ¿no?
-No.
-Me parece que alguien viene con resaca.
-¿A sí? ¿Quién?
-¿A dónde fuisteis ayer?
-Por ahí.
-Bueno, bueno. No digo nada más.
-No, si no es eso… Lo que pasa que tengo un mal día. Y ese tío gordo no paraba de sobarme.
-La gente no sabe controlarse en verano. El sol les calienta la cabeza y se tornan todos tontos. No deberían salir de casa en verano. No se deberían tomar decisiones importantes, ¿sabes? Me refiero a lo político… y a todo, de hecho. El mundo debería cerrar en verano y hacer lo que hacen los osos en invierno. O sea: nada.
-Esta conversación me esta dando mucho calor, ¿sabes? ¿Por qué no…?
-¿Por qué no qué?
L. no respondió.
-Bueno, ¿y a dónde vas ahora? -Preguntó al poco R.
-Voy a ver a M.
-¿No está trabajando?
-Sí.
-Le llamé ayer, pero no contestaba.
-Ya. Se dejó el teléfono en casa.
-Oye, no te cabrees, pero ¿te importa quitarte las gafas de sol?
L. se palpó el rostro con un gesto casi involuntario y comprobó, sorprendida, que aun llevaba puestas las gafas. Lo había olvidado. Se las puso sobre la cabeza y advirtió el cambio de luz y cómo ahora veía mejor.
-Bueno, -continuó R.- y ¿con quién has dicho que fuiste ayer?
-No lo he dicho.
-Lo sé.
Hubo un silencio. R. Miraba fijamente a L. y ella procuraba mirar la nada aparentando desinterés. Pero al final se cansó:
-¡Bueno, vale! Ayer salimos con V. y P. Salimos y nos los pasamos de puta madre. En parte porque no hacía tanto calor.
-No sé como podéis ir con esos impresentables. Vaya par de desgraciados.
-¡Vete a la mierda, R! Siempre juzgando a la gente porque sí. Si te caen mal, te jodes; pero no me lo repitas cada vez que nos vemos.
-Te lo digo porque creo que son mala gente. Y creo que valéis más como para ir con ellos.
El rostro de L. enrojeció. Notó como los brazos sudaban de nuevo y que no podía contener la lengua:
-¡Qué te den por culo! ¿Qué coño vas a saber tú? Siempre dándole un valor a la gente, ¿qué significa eso de valemos más?¿Y quién coño eres tu para decidir con quién me conviene ir? Yo salgo con quién quiero y de no ser así no saldría contigo. A ratos voy con unos y a ratos con otros, y ya está. Siempre acaparando la gente para ti.
-Bueno, L., no es…
-Qué te den por el culo, R. Ya estoy lo bastante hecha polvo como para que vengas a calentarme la cabeza. Cómo si no hiciera suficiente calor ya… Yo me bajo en esta.
Aun faltaban un par de minutos para llegar a la siguiente estación, pero L. se puso de pié ante la puerta. Y los minutos permanecieron en silencio.
Y llegó el tren a la estación. L. soltó un fugaz adiós y se adentró de nuevo en una irrespirable atmósfera de calor sofocante. Se apresuró en salir al exterior del metro esperando encontrarse un cambio de temperatura suficientemente notable, hasta el punto que indujera a creer que al aire libre no se estaba tan mal. El cambio no fue tan sensible como ella esperaba y además allí afuera estaba el sol radiando con fuerza sobre el asfalto. Se disgustó, pero situó las gafas de sol ante sus ojos y comenzó a caminar, recuperando levemente el frescor del aire sobre su piel sudada.
Caminó diez minutos hasta alcanzar el lugar de trabajo de M., una tienda de instalación de antenas parabólicas. Cuando entró en el local y se detuvo ante el mostrador, experimentó en pocos segundos un sofoco de calor. Ya no estaba húmeda, sino mojada, empapada en sudor. Notó como se le enrojecían la mejillas y la vista se le nublaba ligeramente. Dos tipos cuarentones, hermanos seguramente (por semejanzas de cuerpo y gestos), la miraron interrogativamente imaginando, lo más seguro, que no se trataba de una clienta. L., antes de hablar, desplazó las gafas de sol sobre su cabeza.
-Busco a M.
-Está en el almacén. –Contestó automáticamente uno de los hombres. Apareció en ese momento, desde la trastienda, un chico joven, regordete, que miró sonriente a L.
-Hola, L. –Dijo con la confianza de los que se conocen y son amigos. A L. le sonaba aquel chaval. De vista. Era compañero de trabajo de M., claro.- ¿Buscas a M.? Está en el almacén. Es el otro local, el del final de la calle.
-Anda, acompáñala. –Dijo unos de los hermanos. Según entendió L., para quitársela de encima.
El chico dijo a L. que le siguiera. Ella lo hizo recolocándose las gafas y despidiéndose de los dos hombres con un inaudible adiós. En la calle las mejillas de L. pasaron de rojas a sonrojadas, pero aun algunas gotas recorrían su costado desde la axila hasta la cadera. El chico caminaba delante y de vez en cuando giraba su sonriente cabeza para comprobar, quizás, que aquella chica de pocas palabras siguiera ahí.
Llegaron a la entrada del almacén ante la que el chico se detuvo, como si una fuerza invisible le impidiera entrar en él.
-Yo tengo que dejarte aquí –Dijo.- M. está ahí dentro. Yo tengo que volver.
-Vale, gracias.
-Adiós L.
-Sí, adiós.
El chico sonrió un poco más antes de marcharse realmente.
L. entró en el almacén que era oscuro, lo que le daba cierto frescor. Olía, eso sí, a humedad. Caminó por un estrecho pasillo de cajas de cartón, encontrándose al final con una estancia pequeña dónde M. colocaba más cajas en estanterías. Cuando vio a L. se quedó inmóvil, con cara de sorpresa, sujetando una caja entre las manos. También L. se sorprendió al ver a M., con los brazos temblorosos, la espalda encorvada y unos ojos cansados, rodeados de color morado. El rostro de M. brillaba, y sus poros se distinguían desde dónde L. se encontraba.
-¿Qué haces tú aquí? – Preguntó M.
L. se preocupó al hacerse ella misma esa pregunta. De repente no podía recordar porqué, al salir de la ducha, decidió ir a buscar a M. Pronto advirtió confusa y avergonzada que en ningún momento pensó un porqué. Lo decidió y basta.
-No lo sé. –Contestó ella.
-¿Cómo que no lo sabes? –Dijo M. dejando la caja en el suelo y acercándose a ella con la mirada fija. L. procuraba evitarla y hablaba mirando las cajas de las estancias, leyendo lo que había escrito en ellas.
-Pues no sé. Hacía calor y he venido.
-¿Pero tú sabes que hora es? ¿Qué has dormido, tres horas? Tres horas no, porque has llegado hasta aquí. ¿Has estado tan solo dos horas en la cama?
La vergüenza y el calor hicieron que le picara todo el cuerpo. Con una mano se frotó nerviosamente la cara encontrándose con que llevaba las gafas puestas. Se las quitó y empezó a manosearlas.
-Hacía mucho calor, -dijo- no podía dormir.
-No me extraña.-Dijo M., intentando rodearla con los brazos por la cintura. Ella se echó para atrás. Demasiado calor para que nadie la tocara. Le sobraban los brazos que la hacían sudar, le sobraba el pelo, separaba las piernas para no tocarlas entre sí. -¿Has visto qué cara llevas, L.?
No, no la había visto. O sí. Antes, en el espejo del lavabo. Claro. Pero en ese momento no se había fijado en su aspecto. En todo caso ahora ya había visto la cara de él y supuso que la suya debía tener unos colores similares.
-L., -dijo él agarrándola de las manos- ¿por qué no vuelves a casa y duermes un rato más? Yo volveré a mediodía y té despertaré.
-No puedo dormir con este calor.
El teléfono de M. sonó. Él lo cogió y miró la pantalla sin contestar.
-Es R.
-No contestes. –Se apresuró a decir ella.
-Ayer ya no le contesté.
-No lo hagas ahora tampoco. Te llama porque sabe que estoy aquí contigo. Me lo he encontrado en el metro y se me ha puesto en plan gilipollas. Ya sabes a que me refiero. -L. sabía que M. lo sabía. M. no contestó al teléfono, lo guardó en el bolsillo mientras seguía sonando.
-Esta bien, -dijo M.- ahora L., vete a casa, échate en la cama y procura dormir unas horas. Yo vendré a mediodía.
L. quería enfadarse con M., porque la estaba tratando como a una niña, pero no podía. Nunca podía. Entendió que estaba preocupado y por ello se sintió culpable a la vez que se lo reprochó, por ser tan paternalista. No podía soportarlo.
-No pasa nada. Me voy.
Se despidieron besándose y L. se puso las gafas otra vez. Caminó apresurándose, con ganas de marcharse del lugar, por entre el pasillo de cajas hasta la salida.
Dos italianos altos y moldeados en gimnasio, con camiseta blanca sin mangas, gafas de sol de búho y el pelo muy corto, comían Chupa Chups y hablaban animados ante la puerta del almacén impidiendo que L. saliera. Ella les llamó la atención y ambos recorrieron la mirada por L. desde los pies hasta la cabeza.
-Pasa, chica bonita. –Dijo con terrible acento uno de ellos, dejándole paso a continuación. L. no dijo nada. También ahora se hubiera enfadado, pero el olor de la calle ardiente hizo que se olvidara de los italianos, pensando únicamente que se había sumergido en un mar de agua caliente.
De camino al metro, recordó los instantes en que se había despertado, incómoda, en aquella cama. Entonces le dolía más la cabeza, ahora le dolía menos. Pero el calor era el mismo. Recordó cuando estaba en el baño, al salir de la ducha, tomando la decisión de ir a buscar a M. ¿Por qué? Recordó todo el camino recorrido, hasta llegar allí. El gordo. Y el calor. Por un momento le entraron ganas de llorar, pero se contuvo y al rato se le pasó.
Cerca del metro, de repente, por la misma razón por la que fue a buscar a M., L. decidió levantar la vista y mirar directamente al sol. En segundos la vista se le cegó, todo en cuanto veía era blanco y la frente le comenzaba a doler otra vez. Apartó entonces la mirada, cerrando los ojos con fuerza esperando recuperar la visión normal. Y así tropezó con algo y cayó de frente contra el asfalto caliente, anteponiendo el brazo izquierdo a modo de reflejo. Sintió un dolor fuerte en aquel brazo, había caído sobre algo. Se incorporó y, caminando de nuevo, se llevó la mano al brazo dolorido notando que ahora sudaba más que nunca. El sudor le caía a chorros. Vio entonces que no era sudor sino sangre. Se detuvo para ver sorprendida, más que presa del terror, como toda la camiseta y el pantalón estaban manchados en rojo. Pensó que debería ponerse a chillar de dolor, pero tan solo sentía un fuerte ardor por dónde brotaba la sangre. Pronto las piernas se doblaron débiles ante el peso del cuerpo y L. cayó de espaldas. Y tendida sobre el asfalto sentía como iba mojándose su espalda. Una mujer acudió en su socorro, se arrodilló ante ella con rostro de espanto y se echó a llorar ante la impotencia. Y L., al final, sonrió por primera vez en aquella mañana y lo último que dijo fue:
-¡Tengo frío!

1 comment:

manuel allue said...

Eres un cabrón. Me ha gustado mucho.