Monday, December 29, 2008

Lugares comunes


Eran las seis y media de la mañana cuando R. entró en el lavabo de la estación, cansado, soñoliento y aun algo borracho. Se lavó la cara y las manos con los resquicios el jabón alargado con agua del dispensador; logró eliminar sensiblemente el olor a tabaco y cerveza en favor de un suave aroma que recordaba al melocotón. Se secó la cara con papel higiénico y, a continuación, procuró ordenarse el cabello con los dedos todavía húmedos. Para cuando anunciaron su tren, su aspecto había mejorado notablemente.
En el tren se sentó al lado de un hombre con mono azul que, como él, concilió el sueño pocos instantes después de iniciar la marcha. Ambos dormitaron durante media hora hasta que el tren alcanzó su destino final.
R. descendió del vagón con más sueño que antes y con la sensación fatigosa de que todo su cuerpo pesaba como el plomo. En el bar de la estación pidió un café solo doble que bebió de un trago quemándose el paladar (el ardor en la boca permaneció durante toda la mañana) y produciendo un exceso de saliva. Sin perder más tiempo, caminó los treinta metros que le separaban de la tienda donde trabajaba y al entrar saludó a la señorita N. evitando un encuentro cara a cara.
La mañana transcurrió lenta y tediosa. Los clientes parecían especialmente indecisos, requiriendo constantemente la opinión y el consejo de R. Las facultades de este, no hace falta decirlo, estaban muy por debajo de lo habitual. Se perdía a menudo en los diálogos con los clientes a quienes pedía con demasiada frecuencia que repitieran lo que acababan de decir. Esta falta de concentración, totalmente inusual para la señorita N., hizo que esta se alertara y preguntara a R., en diversas ocasiones a lo largo de la jornada, si se encontraba bien. R. negaba constantemente que nada malo le pasara e intentó durante buena parte de la mañana disimular su estado. Aún así, contar el dinero y devolver los cambios resultaba tremendamente complicado cosa que, inevitablemente, le delataba.
Finalmente, R., temeroso de que se ensuciara la intachable imagen que de él tenía la señorita N., decidió que debía actuar antes de que esta especulara sobre los motivos de tan sospechoso comportamiento. Esperó a que ella le preguntara de nuevo si todo iba bien a lo que él contestó negativamente una vez más. No obstante, tras negarlo, contó tres segundos después de los cuales hizo una estudiada mirada de timidez con la que dijo:
-Verá, señorita N., sí hay algo... es que estoy enamorado.
La señorita N. adoptó una expresión de sorpresa que progresivamente mutó en una sonrisa y una mirada de ojos entornados. No volvió a interrogar a R. en toda la mañana. Este, por su lado, pensó satisfecho que la señorita N. era una de aquellas personas a las que él llamaba simples.

Friday, December 12, 2008

Los Morlocks

A. pensaba distraída en lo mal que le caía Lucía Etxebarría cuando el pitido que indica el cierre automático de las puertas le recordó que estaba en un vagón de metro yendo hacia algún lugar. El dónde, concretamente, no lo recordaba de forma inmediata aunque esperaba poder hacerlo pronto. Paralelamente consideró que tendría que haberse tomado aquel café que minutos antes había rehusado por falta de tiempo y que ahora le hubiera aportado cierto mayor grado de lucidez.
Tras un breve ejercicio de memoria A. advirtió que era incapaz de recordar el lugar al que se dirigía. Reticente a aceptar aquella situación se esforzó en rememorar todos los pasos previos al momento actual: rehusar el café, salir hacia una tarde nublada pero con resquicios de sol, un niño quejándose en la calle, la boca del metro. A partir de allí todo lo que recordaba era LUCÍA ETXEBARRÍA. Le echó la culpa a ella, claro. Reflexionó por un momento entorno a las coincidencias que hay entre odiar y amar en cuanto a que ambas cosas provocan falta de concentración. Claro que A., en realidad, no sentía odio por aquella mujer (eso lo guardaba para otros), sino desprecio.
A. leyó el mapa del la línea de metro en la que se encontraba, la marrón, de arriba a bajo, consiguiendo tan sólo que le sonaran vagamente los nombres de dos o tres paradas. Incapaz de encontrar pistas que la ayudaran a recordar su lugar de destino se le ocurrió, como última opción, llamar a quien había comido con ella para preguntárselo, suponiendo que en el transcurso de la comida le había mencionado la cita de aquella tarde. Finalmente se le antojó que en ningún caso podía ser tan importante, fuera lo que fuera, el encuentro (?) al que no iba a acudir. Lo único que la preocupaba era el olvido repentino y fulminante, propio de aquellos que le cuadriplicaban la edad. No llamaría a nadie y tampoco compartiría su preocupación (sería una muestra de debilidad ante los demás, especialmente ante él, con quien había comido), eso estaba bastante claro. Volvería a casa.
Preguntó a una mujer mayor dónde podría coger la línea azul.
-¿La azul? Pues no sé, hija. Yo sólo uso la marrón.
-Tienes que coger la línea blanca y entonces hacer el cambio hacia la azul.
-No, no. La línea blanca es de tren, para cogerla tendrías que salir del metro y pagar otra vez el billete. La que tienes que coger es la rosa, que te deja en el centro. Allí puedes coger la azul.
-Sí, en el centro, claro...
-Ya, cariño, pero así estas haciendo que la pobre chica dé la vuelta a media ciudad. Lo mejor es que te bajes en la siguiente parada y tomes el autobús 432, que pasa justo por ahí y te deja en el centro en dos minutos.
-Disculpe, pero el autobús 432 ya no circula por aquí. Modificaron todas esas líneas el pasado trimestre. Si lo que quieres es coger la azul puedes hacerlo sin necesidad de ir hasta el centro. Basta con que cojas el cambio con la línea negra, que está a dos paradas de aquí, y luego encontraras la correspondencia con la azul a tres paradas. En dirección al puerto, eso sí,
-Ya, claro. Sí, muchas gracias.
-En dirección al puerto, eso es.
-Bien, gracias.
A. bajó dos paradas más tarde y tomó un estrecho y largo pasillo que conectaba la línea marrón con la negra. ¿O era la blanca? Un chico con perilla y pelo largo tocaba Somewehere Over the Rainbow con una guitarra desafinada. Anuncios de Converse a ambos lados del pasillo. ¿Esas zapatillas no se llamaban Victoria? El andén de la línea negra abarrotado: turistas y un grupo escolar uniformado con pantalones cortos y faldas hasta la rodilla.
-Disculpe, ¿estoy en el andén correcto para ir dirección al puerto?
-¿Qué puerta?
-El puerto.
-No sé. Esta es la dirección que va hacia la catedral.
-¿El puerto? –preguntó la maestra – Te equivocas, chica. Eso será en la línea marrón.
-Pero, entonces, para coger la línea azul...
-Pregúntaselo al agente de seguridad.
-No lo sé señora. Yo sólo me ocupo de la seguridad. Pregúntelo a los de información.
A. recorrió un nuevo pasillo escuchando Starman mal tocada por un chico feo con gafas de pasta. Un señor mayor que iba del brazo de su mujer le estornudó en la cara. En el nuevo andén, un chico pecoso y pelirrojo con el uniforme granate de los empleados de información hizo que A. parpadeara.
-Oye, perdona, ¿tú sabes cómo puedo llegar hasta la línea azul?
-Bueno, hay varias posibilidades.
-La más corta.
-Tienes que tomar la línea negra...
-La negra.
-Sí, la negra. En dirección a la catedral...
-No me jodas.
-...y luego son dos o tres paradas y ya puedes hacer el cambio.
-¿Dos o tres?
-No sé.
-¿Dos o tres?
-No sé. Toma un mapa.
A. contempló un entramado de líneas, colores, números y letras. Líneas de autobús entremezclándose con vías de tren y túneles de metro que se confunden con los raíles del tranvía, línea blanca intermitente sobre otra negra cruzada por un continuo de puntos rojos interrumpidos por otros de color verde oscuro que se disuelven en tonos más claros al acercarse a la palabra catedral la parte central del mapa estallido cromático de redes neoplasticistas del subsuelo metropolitano.
-Vale, gracias.
A. volvió a escuchar Starman con pantalones Levis a ambos lados del pasillo. En el andén de la línea negra, libre de escolares, prefirió no hacer preguntas y abrirse paso hacia el interior del primer tren que se detuvo. Descendió pronto, después de dos paradas, aunque puede que fueran tres. Indicaciones para cambiar hacia las líneas gris y 512 de bus, pero nada de color azul. A. persiguió las flechas que indicaban la salida, iniciando una carrera en el andén por entre ejecutivos imberbes y amas de casa mal folladas.

Monday, December 08, 2008

El frío y El frío hace unos días.


Aunque en estos últimos días ya haga frío, no entiendo porqué toda la gente que sube al tren permanece con todos sus abrigos, bufandas, guantes y esos feos e inútiles calentadores encima. Los vagones están siempre abarrotados, con la calefacción a máxima potencia, los cristales empañados. Yo suelo quedarme en camiseta, pensando: ¿no tenéis calor, desgraciados?
Bueno, creo que me tomaré un café.

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El texto de aquí arriba, para llegar a convertirse en definitivo, ha experimentado un curioso proceso de mutación que creo es suficientemente interesante como para tenerlo en cuenta. Quizás sea porque, siendo más bien simple, me costó bastante tiempo convertirlo en algo satisfactorio.
El texto inicial era el que sigue:

A lo largo de estos últimos días en que el otoño parece menos empeñado en asemejarse al verano (cosa que consigue de forma más bien torpe) y ha adoptado una temperatura más adecuada a la de una estación de transición hacia el invierno, he observado un comportamiento totalmente incomprensible entre aquellos personajes anónimos que cada mañana y tarde me acompañan en el tren.
Como he dicho ya (de forma innecesariamente retorcida), comienza a hacer frío. La gente se abriga más, comprensiblemente. Yo también lo hago. No obstante, al entrar en el vagón de tren estrecho y sofocante, con la calefacción a máxima potencia, lleno a rebosar de gente, con los cristales empañados, yo me quito la chaqueta y el jersey, pues allí no me hacen ningún servicio. El resto de viajeros, en cambio, permanecen con todas sus prendas encima, como si se encontraran en el interior de una cámara frigorífica. Cuando veo a aquella gente con las chaquetas atadas hasta el cuello, los sombreros encasquetados hasta las orejas, guantes, bufandas y esos feos e inútiles calentadores, no puedo evitar preguntarme: ¿es que no tenéis calor?
Todo ello me lleva, en una reflexión más amplia, a pensar que el frío hoy en día está infravalorado en favor de un culto enfermizo por el calor y su estación, el verano. Imagino que los culpables son los anuncios de Actimel y este nuevo y popular (y absurdo) concepto de identidad de lo latino. El resultado es que no sólo se desprecia el frío sino que se crea una verdadera psicosis entorno a él y un temor constante a padecerlo.