D. despertó sobre el asfalto de una calle que desconocía. Su estómago se revolvía en un malestar que ascendía en forma de náusea hasta la garganta, irritada por el ácido de los jugos gástricos. Una lengua insensible raspaba su paladar reseco y sus labios cortados por el frío temblaban al sostener un cigarro sin encender. No recordaba dónde había dejado su mechero. Su cara húmeda por el sudor frío dibujaba una mueca de dolor. Le dolía la cabeza. Sí, aquello era lo peor. Le dolía a matar.
No recordaba dónde dejó el mechero ni tampoco como había llegado hasta allí, aunque podía estar seguro de que la noche anterior pilló un pedo de puta madre.
Sentado en la acera, con el cigarro pendiendo de su boca, estuvo un buen rato esperando despertarse y, sobretodo, que alguien le diera fuego. Una chiquilla con uniforme y mochila a la espalda, de unos trece o catorce años, se lo dio. Muy simpática, le regaló el mechero.
Fumó lentamente pensando que la cabeza le iba a estallar y que lo mejor sería marcharse de ahí cuanto antes. A saber cuantas horas llevaba tumbado en esa acera. Además, parecía que iba a llover. No obstante, se sentía cansado y no le apetecía ponerse a caminar hacia ninguna dirección así de repente. Un coche de policía, pero, le hizo cambiar de idea. Pasó delante de él, llevando dentro dos agentes, uno de los cuales, el copiloto, le lanzó una mirada de madero gilipollas a través de unas gafas de sol de búho. D. se puso nervioso y se levantó de golpe. El coche patrulla, por suerte, pasó de largo y los agentes no vieron como se tambaleaba D., a punto de desplomarse en el suelo. Se le había cegado la vista y las piernas le flaqueaban. “Se me va la olla” se dijo a si mismo. Se sentía cansado y mareado, apenas podía mantenerse en pie. Y la cabeza la dolía. Le dolía a matar. Se llevó la mano a la parte posterior, dónde el dolor era más fuerte, y notó que estaba mojada y que tenía cosas enredadas en el pelo. “Piedras del suelo”, pensó. Cuando se miró la palma de la mano vio que estaba sucia de sangre roja y que las “pierdas de suelo” eran cristales rotos. Su sangre estaba algo diluida y olía raro. Olía a algo que normalmente huele bien, pero que a esa hora le revolvía el estómago. Necesitó unos segundo para comprenderlo.
“Mmmh… Algún borracho hijo de la gran puta me ha partido una botella de José Cuervo en la cabeza” murmuró finalmente.
Caminó un poco, con idea de buscar ayuda. Pero pronto se sintió muy cansado. Tenía sueño. Decidió que no valía la pena ponerse a caminar ahora, mejor era dormir un rato más.
Se sentó en un portal y encendió un nuevo cigarro. Le dio gracias de nuevo a la chiquilla del uniforme. Sí, muchas gracias. Y sobre un charco de sangre que apestaba a tequila se durmió.
No recordaba dónde dejó el mechero ni tampoco como había llegado hasta allí, aunque podía estar seguro de que la noche anterior pilló un pedo de puta madre.
Sentado en la acera, con el cigarro pendiendo de su boca, estuvo un buen rato esperando despertarse y, sobretodo, que alguien le diera fuego. Una chiquilla con uniforme y mochila a la espalda, de unos trece o catorce años, se lo dio. Muy simpática, le regaló el mechero.
Fumó lentamente pensando que la cabeza le iba a estallar y que lo mejor sería marcharse de ahí cuanto antes. A saber cuantas horas llevaba tumbado en esa acera. Además, parecía que iba a llover. No obstante, se sentía cansado y no le apetecía ponerse a caminar hacia ninguna dirección así de repente. Un coche de policía, pero, le hizo cambiar de idea. Pasó delante de él, llevando dentro dos agentes, uno de los cuales, el copiloto, le lanzó una mirada de madero gilipollas a través de unas gafas de sol de búho. D. se puso nervioso y se levantó de golpe. El coche patrulla, por suerte, pasó de largo y los agentes no vieron como se tambaleaba D., a punto de desplomarse en el suelo. Se le había cegado la vista y las piernas le flaqueaban. “Se me va la olla” se dijo a si mismo. Se sentía cansado y mareado, apenas podía mantenerse en pie. Y la cabeza la dolía. Le dolía a matar. Se llevó la mano a la parte posterior, dónde el dolor era más fuerte, y notó que estaba mojada y que tenía cosas enredadas en el pelo. “Piedras del suelo”, pensó. Cuando se miró la palma de la mano vio que estaba sucia de sangre roja y que las “pierdas de suelo” eran cristales rotos. Su sangre estaba algo diluida y olía raro. Olía a algo que normalmente huele bien, pero que a esa hora le revolvía el estómago. Necesitó unos segundo para comprenderlo.
“Mmmh… Algún borracho hijo de la gran puta me ha partido una botella de José Cuervo en la cabeza” murmuró finalmente.
Caminó un poco, con idea de buscar ayuda. Pero pronto se sintió muy cansado. Tenía sueño. Decidió que no valía la pena ponerse a caminar ahora, mejor era dormir un rato más.
Se sentó en un portal y encendió un nuevo cigarro. Le dio gracias de nuevo a la chiquilla del uniforme. Sí, muchas gracias. Y sobre un charco de sangre que apestaba a tequila se durmió.